
Destrucción, bosque arrasado, animales en fuga y un suelo inundado por enormes charcos de fango. Jhon Jairo Urrutia Mosquera, un minero de oro de no más de 60 años, camina al atardecer por este paisaje catastrófico, tan grande como unas cuatro canchas de fútbol. Hay montañas de arena en desorden y huecos por todos lados, como si hubiera habido un bombardeo. Es el signo indiscutible de la minería, que arrasa sin piedad zonas de importancia ambiental del Chocó. Estamos en Cértegui, uno de los 30 municipios de este departamento. Nos hemos adentrado hacia el sur, a 45 minutos de Quibdó, en la subregión del San Juan, muy cerca de Istmina. (Vea en imágenes cómo se padece la 'fiebre del oro' en esta zona).
Hace unos años, tal vez cinco o seis, este terreno, por donde Urrutia nos guía, bautizado con un deslucido letrero, en el que se lee ‘Mina La Lucha’, era parte de un bosque tropical, verde intenso, húmedo, continuo. Hoy es un pequeño desierto repugnante. Máquinas y hombres escarban la tierra por turnos y durante al menos 20 horas diarias. Aparentemente sin orden, al parecer bajo la ley del más fuerte, sin horizonte, raspando hasta las piedras. “Está claro que así, la minería no vale la pena, no deja nada, es una riqueza que llega y se va como el viento”, dice. “Esto para nosotros no es un negocio, es un rebusque”, agrega este miembro del consejo comunitario de negritudes Cocomacer.
Al tiempo que Urrutia narra la realidad, a unas cuatro horas de viaje de Cértegui, esta vez en Río Quito, otro municipio situado a 30 minutos en lancha de Quibdó –en otra subregión, llamada Atrato–, Evergito Urrutia piensa diferente. En la mina que acaban de abrir en este pueblo, considerado por el Dane uno de los más pobres del país, está cifrada su esperanza de buscar algún patrimonio.
Allí, en pleno bosque y a orillas de un caudal ancho y abundante, hay varios buldóceres, que escarban durante 16 horas continuas y de cualquier manera el terreno para sacar buenas cantidades del oro. Solo cuando estas máquinas hagan una pausa, Evergito y un grupo de al menos 30 personas tendrán la oportunidad de ‘barequiar’, es decir, de buscar el metal con una batea, en forma artesanal, casi centenaria, y ya muy inusual y estéril. En lapsos cada vez más cortos, Evergito hunde esa especie de plato gigante en el río, entre el agua y la arena, y lo mueve en círculos con paciencia, con la esperanza de que en cualquier momento aparezcan pedazos de oro, muy pequeños, que hacen la diferencia entre pasar hambre o darle de comer a su familia durante unas semanas. “Yo ya quedé así –dice él, para referirse a su pobreza–. Ahora lucho para que mis hijos puedan salir adelante.”
La minería en Chocó muestra muchas caras, algunas de desilusión y otras de esperanza. Pero hay una sola situación verdadera: el 90 por ciento de las actividades extractivas realizadas en el departamento, en medio de una de las selvas más valiosas del mundo, es ilegal. Así lo afirman la Defensoría del Pueblo y la Corporación Autónoma Regional (Codechocó). Aquí la naturaleza se destruye, pero, lo peor, esa devastación no representa progreso.
Por estas estructuras de madera se arrojan toneladas de tierra y es allí donde quedan los granos de oro acumulados. Carlos Ortega / EL TIEMPO
Una actividad legítima
En Chocó ha habido minería de oro y platino desde hace más de dos siglos, liderada por multinacionales, empresas medianas y artesanos. Es una actividad económica legítima. Sin embargo, en los últimos años ha tomado un rumbo inusual y tan poco regulado que sus tentáculos se están expandiendo hacia el sur, a límites con Risaralda y Valle. De un lado, aparecen las retroexcavadoras o los buldóceres, que rompen el bosque, abren enormes huecos y comienzan a remover la tierra para filtrarla y extraer el metal. Del otro, las dragas, que más parecen una epidemia, que nadie se decide a erradicar.
Estos armatostes metálicos sacan del fondo de los ríos toneladas de arena y agua, que luego filtran para buscar cualquier piedra preciosa, y los daños que dejan son irreparables. Entre los chocoanos la palabra draga es sinónimo de irregularidad, de enfermedad. Por algo, según un reciente estudio de la Universidad Javeriana, decenas de especies de peces de agua dulce de la zona, que consumen los pobladores, están contaminadas con sustancias tóxicas usadas en el funcionamiento de dichos aparatos.
En muchos sectores y por efecto de estas máquinas, que además sirven de vivienda sus operarios, los ríos son turbios, no tienen casi pesca, están sedimentados (son poco profundos y propensos a desbordamientos), sus orillas están erosionadas y su curso se ha transformado tanto que amenaza con llevarse caseríos enteros. Así le ocurrió a Río Quito, cuya alcaldía debió gestionar la construcción de un dique para que la corriente del caudal que pasa enfrente no arrasara la iglesia y sus dos rudimentarias calles principales.
Según Codechocó, el año pasado había 54 dragas trabajando en la explotación aurífera en todo el departamento, 184 por ciento más en relación con el número que había en el 2012. En el 2014, afirma esta corporación, pueden estar activas mínimo 35, estratégicamente distribuidas y sin permiso en los alrededores de Quibdó, ya no solo por el río Quito: también están destruyendo las orillas del Cabí y el Alto Andágueda, dos afluentes del Atrato, el río más caudaloso de Colombia.
No obstante, se trata de cifras cuestionadas, pues según la comunidad serían por lo menos 200 entables mineros acondicionados con esos equipos. Por la intervención de dragas o retroexcavadoras, según datos recopilados por la Defensoría del Pueblo, los ríos Atrato, San Juan, Andágueda, Apartadó, Bebará, Bebaramá, Quito y Dagua han sido contaminados y sus cauces desviados. El río Cabí también está afectado por vertimientos de tóxicos, algo que resulta alarmante porque con las aguas de ese caudal se surte el acueducto de Quibdó.
Según Teófilo Cuesta, director de Codechocó, su despacho ya emitió 10 medidas preventivas para desmantelar las dragas, que podrían pertenecer a un mismo dueño o a varios mineros, algunos de ellos brasileños. Pero Cuesta reconoce que estos procesos administrativos no son suficientes. Lanza un SOS y pide ayuda al Gobierno porque, según explica, la capacidad operativa de la CAR que él dirige no da para ponerle fin a esta amenaza. “Necesitamos que en el Chocó se declare la emergencia ecológica”, dice.
También preocupan las consecuencias del vertimiento de mercurio sobre los ríos (sustancia que se usa en minería para amalgamar el oro) y la dispersión de los vapores que arroja su tratamiento en los entables mineros, situación que representa una amenaza para la salud de 150.000 habitantes, un tercio de la población total de Chocó, porque, ante la falta de saneamiento y acueductos, la comunidad usa el agua de esos afluentes para tomarla y bañarse y lavar la ropa y los utensilios de cocina.
Por la exposición continua a esta contaminación, ya hay síntomas y enfermedades: tos persistente, diarrea, fiebre, aumento de la tensión arterial, edemas pulmonares, dermatitis e, incluso, incidencia de abortos espontáneos y malformaciones genéticas, informa la Defensoría del Pueblo.
Precisamente, esta entidad le ha hecho exigencias a la Secretaría Departamental de Salud de Chocó para que tome correctivos contra este peligro, debido a la proliferación de enfermedades como el dengue y la malaria, que se han agudizado por los empozamientos que genera la actividad de dragas y retroexcavadoras vinculadas a la explotación de oro.
Pero eso no es todo. Un estudio efectuado por el Instituto de Investigaciones Ambientales del Pacífico (Iiap), que se concentró en 70 personas que habitan en la cuenca del río San Juan, determinó que 50 estaban contaminadas con mercurio. El organismo midió y pudo establecer que en esa misma cuenca del San Juan 62.000 hectáreas (124.000 campos de fútbol) han sido malogradas por la minería.
“Aquí los daños son muy graves sobre la selva, pero son más sensibles y considerables en el agua”, dice William Klinger, director del Iiap, quien explica que los bosques de esta región, antes continuos y que desde el aire se veían como una larga alfombra verde, ahora están llenos de parches, principalmente en la ruta hacia el suroriente del departamento, sin contar los problemas geológicos y de estabilización de terrenos que causan los enclaves mineros ilegales. Al menos 11 personas han muerto este año solo por el desprendimiento de tierra en Nóvita, Sipí y Medio Baudó, sitios al sur de Quibdó.
En los pueblos mineros, a pesar de todo el oro extraído, no hay acueductos ni alcantarillados eficientes. Tampoco, rellenos sanitarios; las basuras se disponen a cielo abierto, en ocasiones son arrojadas a fuentes hídricas y no existen plantas de tratamiento de agua potable ni de aguas residuales.
La situación más crítica se vive en Condoto, Lloró, Atrato, Istmina y Pizarro, donde, entre el 18 de enero y el 12 de abril, fueron atendidas 400 personas por síntomas relacionados con el consumo de agua contaminada, que, según la propia Defensoría, habría originado la muerte de tres niños indígenas en las comunidades de Buena Vista, Bajo Grande y Quiparadó. “Todos los días se extrae mucha riqueza, pero es que a la gente no le queda nada”, reclama María Luisa Mosquera, otra líder del consejo de Cocomacer.
Parte del problema en los bosques y la falta de control sobre la minería ilegal se produce porque las tierras son de los consejos locales de negritudes. Estos ceden los terrenos a los mineros de dragas y retroexcavadoras a cambio de un ‘impuesto’ o porcentaje fijo de su producción mensual. Pero, muchas veces, los mineros o sus representantes llegan a acuerdos con los dueños de la tierra y desconocen a la autoridad local.
Mosquera también dice con preocupación que “hace rato, la minería en Chocó dejó de ser de la gente”. Pasó, en efecto, a ser de los grupos armados ilegales. En ese departamento no se mueve una retroexcavadora o, para ser exactos, todas se mueven con la ‘bendición’ de frentes de las Farc y el Eln y de bandas delictivas como ‘los Rastrojos’ y el ‘clan Úsuga’. Según datos de la Policía, estos grupos pueden percibir por este tipo de actividades ingresos que llegan a los 20.000 millones de pesos anuales. “Entrar a la selva, instalar una máquina y sacar oro no es posible sin que ellos no estén enterados”, afirma una fuente del comando policial. A veces esos enormes aparatos se introducen al bosque por piezas y se arman en el sitio donde trabajarán. “Y sacan y sacamos oro, y seguimos en las mismas”, insiste Jhon Jairo, quien confiesa: “Parece como si camináramos siempre aturdidos tras un espejismo”.
Tiempo para ‘barequiar’
En medio de la informalidad, algunos alcaldes han logrado que los mineros con retroexcavadora permitan a los miembros de la comunidad hacer minería de bareque en sus entables, con lo que muchas veces la minería ilegal no es denunciada y recibe un aval social. Pero muchas de esas minas están ‘vacunadas’ por grupos armados ilegales, que terminan acaparando la ganancia o cometiendo crímenes contra las personas que se niegan a pagar esas extorsiones.
Fiscalía hizo decomisos
La Fiscalía libró una batalla contra las dragas en el 2009, cuando incautó 24 en el río Quito. Fueron llevadas a Quibdó y algunas entregadas en comodato a varios municipios, con el fin de que fueran usadas para hacer obras públicas, como rellenos de vías o de taludes. Sin embargo, algunas de esas dragas han sido reutilizadas, con el aval de varias administraciones locales, para continuar con actividades mineras prohibidas.
Entrevista
‘Consejos comunitarios deben ser responsables’
César Díaz
Viceministro de Minas
“El centro del problema de la minería ilegal en Chocó se concentra en que los consejos comunitarios de negritudes, al ser dueños de las tierras, disponen de ellas sin exigir licencias ambientales ni requisitos para que se cumplan mínimos estándares de responsabilidad con el medioambiente.” Así lo explica el viceministro de Minas, César Díaz, quien le contó a EL TIEMPO que actualmente se están desarrollando mesas de trabajo entre las autoridades ambientales y el Ministerio (con 11 consejos comunitarios, que representan a los 58 que se han conformado en el departamento) para llegar a acuerdos de organización y para que estos apliquen prácticas responsables.
“No podemos seguir tolerando esa delgada línea que existe hoy entre la minería criminal y la minería tradicional”, dijo Díaz.
Algunos de los consejos comunitarios de negritudes que participan en estas mesas de conversaciones están instalados en Nóvita, Condoto, Istmina, Acandí, Quibdó (Cocomacia), Unión Panamericana y Río Quito (Paimadó). “El combate contra la minería ilegal –dijo el funcionario– es complejo, porque allí está comprometido el futuro de las comunidades. Por eso estamos conversando y llegando a acuerdos para mejorar el cuidado del ambiente.”
JAVIER SILVA HERRERA
Enviado especial de EL TIEMPO
Cértegui y Río Quito (Chocó)
Fuente: ElTiempo.com